miércoles, julio 11, 2007

A mí no me pasa.


Yo entiendo la dureza de la vida del (in)(e)migrante. Yo lo soy. También entiendo la nostalgia que la lejanía de la tierrita puede ocasionar y con ella el extrañamiento de sus más diversas costumbres: las interminables parrandas con los amigos, el cantar vallenatos o cualquier cosa a grito herido, los partidos de fútbol (en televisión y los “picaditos” en cualquier potrero) y nuestras especialidades culinarias.

Sin embargo, no comparto el querer buscar acá eso que dejamos allá. Me explico: Cada vez que alguien nota mi acento y después de hacer las aclaraciones del caso que conlleva el gentilicio, lo que incluye según el nivel educativo del interlocutor explicar que Pablo Escobar murió hace más de diez años, pero que no todo colombiano se dedica al comercio del productito blanco; que Andrés Escobar no tenía nada que ver con él y que sí, lo mataron indirectamente por el autogol en el mundial de USA, pero que fue un caso aislado –aunque de casos aislados estamos bien rodeados- ; que Ingrid Betancourt no tiene nada que ver con al dueña de la segunda fortuna más grande de Francia, que no, no era la salvación que estábamos esperando los colombianos y que su secuestro es la estadía más larga que ha hecho en Colombia; que el mechudo crespo que no se acuerdan cómo se llama o es Higuita o es Valderrama según se le recuerde como centrocampista o como arquero –aunque de Higuita se acuerdan justamente por andar en el medio campo y no cuidando la cabaña-; que en el conflicto colombiano hay muchas cosas más en juego que el narcotráfico –aunque esto ya hasta lo estoy dudando- y que estar en Bogotá no es vivir a diario el Platoon de Oliver Stone; después viene como réplica el consabido: “Conozco un sitio a donde van los colombianos…” Y hasta ahí me llega la conversación.

Es que entrar en las tiendas “colombianas” es romper el continuo espacio-temporal: traspasar el umbral de la puerta es saltar en fracción de segundos de una calle en París, Francia (por ejemplo) a una tienda en Santuario, Risaralda. Tal cual: la música a todo dar, generalmente vallenato o salsa, botellas de Águila o de aguardiente Néctar acumuladas sobre mesas de madera en donde hay un borracho abrazando a otro mientras dice: “es que a Usted yo sí lo quiero”, afiches del Cali o del Nacional en las paredes, un tablero con los resultados de las loterías departamentales escritos en tiza, buñuelos y empanadas grasientos en el mostrador y toda la gama de productos dispuestos como en la cigarrería del barrio (caldo Maggi, Frutiño, polvos Mexana, Areparina, desodorante Menem, Colombiana, Mustang rojo, etc.). La única diferencia son los precios y la moneda de uso.

No niego que tiene su atractivo comerse una mantecada con pony malta. Tampoco niego que todos los días leo la página electrónica de El Tiempo y de El Espectador. Pero de ahí a ceder a la tentación de buscar un grupo para regularmente compartir cuitas y rememorar a la lejana patria al calor de una “comida colombiana”, no.

No porque por más autenticidad que se le quiera ver, no deja de ser un espejismo. Me ha pasado, lo confieso, que por ver un plátano con el sello “Produce of Colombia” lo he comprado, pese a saber a quien va a ‘para’-r y ‘para’-que van a usar el euro que puede valer. También confieso que he hecho, en contadas ocasiones, un remedo de ajiaco cuya receta he tenido que pedir que me la mande mi mamá por e-mail. Acá abro un paréntesis para aclarar que esas raras ocasiones se deben a que mi esposa aprovecha cuando ya estoy ‘prendido’ para lanzar el desafío: “Él sabe hacer ajiaco y sabe donde conseguir las hierbitas esas”. Y yo, hinchando pecho: “Sí y todavía me quedan guascas… ¿pa’ cuando quieren que les haga uno?”.

No me veo recorriendo los almacenes chinos u africanos buscando tal o cual variedad de fríjol que se parezca al Cargamanto, para hacer una ‘frisolada’. Me imagino la cara del dependiente si le llegase a preguntar si tiene cubios, chuguas, ibias, papa, pero de la tocana y de la pastusa, eso sí bien parejita y con poco ojo que la necesito para hacer un cocido.

Tanto para que después de reemplazar tubérculos, especias y cortes de carnes con lo que se encuentre, se dé uno de frente con que los tiempos de cocción, la consistencia y el resultado estético no son lo mismo. Una mueca final es la aceptación que por supuesto, el sabor no tiene gran cosa que ver con los originales, pero más que nada, el suspiro recuerda que lo que está en la mesa hace falta.

Y eso duele.