martes, diciembre 26, 2006

Viaje Redondo: La Vuelta

Debí haber tomado lo de quince días antes como un presagio.

Pude penetrar, no sin dificultad, el primer cerco de seguridad del aeropuerto, compuesto por un policía mal encarado y un auxiliar bachiller disfrazado de grande (lo que me recuerda los bóxer padre e hijo de Tom y Jerry) con la excusa que mi esposa no hablaba español –a pesar que a veces ella es quien me corrige-. Habiendo llegado cuatro horas antes de la hora de decolaje del avión, nos dimos en las narices con una monumental fila de gente que debía abordar el mismo vuelo. A los “turistas” que finalizaban sus vacaciones de verano en Colombia –turistas, porque se ve de lejos que, como yo, se trataba de colombianos que fueron a pasar algún tiempo en la tierrita- se adicionaba el hecho que Iberia había tenido la fabulosa idea de vender dos veces el mismo vuelo; resultado final, un monumental trancón de maletas y empleados que tentaban al viajero con 300€ para que desistiera de su cupo.

Mientras ella hacía la fila en la que se debe registrar la maleta, yo hacía lo propio en aquella en la que se debe pagar un impuesto de salida de Colombia. No creo equivocarme cuando afirmo que Colombia tiene una de las tasas aeroportuarias más elevadas del mundo y un impuesto de salida que pocos países tienen, que a propósito es cobrado según el humor del funcionario de la Aerocivil que pone el sello respectivo, pero eso es otro tema, al igual de hablar del aeropuerto Eldorado, que es a los aeropuertos internacionales lo que el paradero de buses de la plaza de mercado de Espinal es a la Terminal de transportes de Bogotá.

El caso es que cuando volví, la fila no había avanzado, la gente se impacientaba y seguían buscando candidatos a quedarse. Desde el exterior de la cola acompañaba a mi esposa cuando un celador se me acercó para pedirme que me fuera porque, según él, venía su supervisor. Mi respuesta fue, “bueno, yo hablo con su supervisor”. El supervisor en cuestión se limitó a decirme, “retírese”, a lo que respondí “con mucho gusto, si me pide el favor”. El tipo simplemente se dirigió a dos policías que circulaban, los que luego de un breve intercambio con él se me dirigieron, pidiéndome, eso sí, muy decentemente que me retirara, cosa que hice. Dos pasos después se dieron media vuelta y me pidieron los papeles. Después de unos minutos y al no poder comunicarse con la misteriosa “central”, me sacaron del área de registro de pasajeros.

Yo no fui el único. Un señor de unos 65 años estaba en la misma situación: muy seguramente su hijo y su nieto eran los viajeros, y más seguramente tenían “sobrepeso” en la maleta, pues mientras el hijo luchaba infructuosamente por escoger qué debía sacrificar, el hombre corría de un lado para otro. Allí nuevamente intervinieron las nuevas autoridades colombianas, es decir, los celadores. Con una seña a Bulldog chiquito, este se le abalanzó y tras un altercado que no comprendí, Bulldog chiquito salió corriendo con la cédula en mano del señor y profiriendo un categórico “pues vamos a ver”.

Segundos después y contra toda imagen de ineficiencia de la dignísima Policía Nacional, el padre-abuelo-delincuente se encontraba rodeado por tres bulldogs chiquitos a los cuales se les sumaron dos valientes bulldogs grandes que corrieron a “conducir” –eufemismo legal- al cobarde anciano a la central del aeropuerto. El inocente buldogcito manoteaba a sus superiores como diciendo “ese señor malo me trató mal”. Me mordí los labios para no decirle al niño con pretensiones de grande; “cuando entregue el uniforme el que va a estar ahí es usted”, pero la prudencia y mi padre señalando con el dedo y diciendo “Mire lo que pasa por alegar… uno siempre pierde con ellos. Ahora quién sabe hasta cuando van a soltar al pobre señor. Se le tiraron el viaje al hijo”, me hicieron desistir.

Dos semanas después fue mi turno. Pude totalizar cuatro controles de equipaje y seis de pasajes y documentos: Uno a la entrada del aeropuerto, otro en el mostrador de la aerolínea, un tercero en la entrada de la zona internacional, el cuarto en emigración, el quinto pasando el “Duty Free”, más otro adicional inmediatamente después y el final, en la sala de espera de Iberia. No me explico como un criminal tan poderoso como yo pudo pasar los cinco primeros sin novedad. En el de Iberia había una fila inexplicable con el combo completo: control de pasajes, de equipaje y de papeles. Y ahí cometí el error: miré a la policía a los ojos. Ella se dirigió directo hacia mí, me pidió cédula, pasaporte, pasajes y me sometió a un breve pero conciso interrogatorio: Cuándo llegó, por qué vino, dónde estuvo, cuánto tiempo, qué hace, dónde se quedó, para dónde va… un suspiro me bastó para que la sagaz investigadora me hiciera la pregunta, eso sí muy decente: “¿le molestaría someterse a una prueba de rayos X?”

¡¡QUÉ PREGUNTA TAN IMBÉCIL!! ¡¡Si ese es el sueño dorado de todo viajero; es la lotería de los turistas!! ¡¡Cada vez que uno compra un pasaje es porque quiere ser humillado por cinco policías que no han hecho un curso de salvavidas pero que manejan un equipo médico que emite radiación!!

El caso es que el engendro del inspector Ruanini se “enamoró” de mí. Casi no me deja ir, me tomó dos radiografías, me tuvo casi media hora en el cubículo de la policía y lo único que no olió de todo lo que llevaba fueron mis calzoncillos. Y ahí, ¿qué puede decir uno si es “por nuestra propia seguridad”?

Esas y muchas otras “deliciosas anécdotas” con la autoridad me hicieron repensar una vuelta a la patria. Ya era un secreto a voces que el mundo pertenece a las secretarias y a los celadores; en Colombia sobre todo a éstos últimos… lo triste es que ahora son concientes. Nos tienen cogidos de las pelotas… y no van a dejar de aprovechar el papayazo.